lunes, 18 de agosto de 2008

Habia una vez...

“…ladran Sancho, señal que cabalgamos.”
Anónimo (1)


LOS CELOS DE AURORA
Toribio y Aurora se conjeturaron, fue un amor arreglado, medieval. La Estancia pampeana fue el campo de batalla y de negociación de la paz. Después surgió el amor, prescrito, acatado, pero honesto.
Hace ya seis años y tres vástagos que los urden.
En ese inhóspito entorno aprendieron a necesitarse, descubrirse, acompañarse, contarse.
Su descendencia los había colmado de dichas. Teodocio, el mayor, encontró en Europa su estrella. Con su ‘sabua fer’, fue el deleite en las fiestas de las mas encumbradas progenies del patriarcal mundo. Renata encontró su destino junto a un ganador nato, que le deparó egregios momentos de gozo e innumerables satisfacciones. Y Cleto, el último del linaje; soberbio, campechano, apetecible, les proporcionó la satisfacción mayor, al ser elegido como el “plato fuerte” en la boda de la hija del dueño de La Estancia.
La cotidianeidad de sus vidas solo era empañada por los celos de Aurora; celos infundados, absurdos, torpes. Toribio le era escrupulosamente fiel.
Máxima, de hermosa cara blanca y pelo azabache; era la encargada de suministrar la leche para las necesidades del establecimiento. Todas las mañanas pasaba por delante de la pareja, echando apenas una mirada cordial, consciente de la arbitraria suspicacia de Aurora.
Aurora intuía…, olía…, concebía…, -entre ellos algo pasaba- era una certeza dolorosa, feroz. Se pasaba el día rumiando, desmenuzando; ¿en qué momento se encontraban? ¿Es que no la quería más? ¿Qué tenía “esa” que ella no? Las sospechas trocaban en certezas, y las certezas en reproches, quejas, reclamos, puntualizaciones. Tenía la convicción pero no tenía las pruebas, y eso la irritaba aun más. No quería que se notara su exasperación, no quería sonar enojada, porque eso, ese mismísimo descuido, evidenciaría lo que no debía evidenciarse. Pero… ¡Claro…! ¡Tampoco iba a ser tachada de inocente…!
Toribio fue, lenta y dolorosamente, develando el laberinto en que Aurora lo iba encerrando.
Fue un proceso.
Primero la perplejidad. Él iba, venia, hacía, disfrutaba su vida. Pero cada paso que daba era interpretado desde la "auroridad" de Aurora.
Después trató de entender, de hablar, de explicarse,… ¡No hubo manera! ¡Él era culpable! ¿Quien creería en su absolución? Toribio era demasiado vidrioso como para no sospechar de segundas, terceras y hasta ¡cuartas intenciones…! Intenciones concientes, inconcientes, solapadas, traicioneras, perversas…Siempre embusteras.
Luego esperó…, esperó en silencio…, esperaba al menos el beneficio de la duda, del posible “mal entendido”, un pedido de aclaración, la posibilidad de un diálogo abierto que pudiera reestructurar la convivencia. Él estaba dispuesto a cambiar lo que hubiera que cambiar. Pero la sentencia estaba impartida… ¡Él era culpable! No había lugar para duda alguna.
Entonces, ¿Soportaría todas las afrentas de la infidelidad y ninguno de los beneficios? Fue en ese momento…., en ese preciso momento, cuando tomó la decisión.
¡Sí! ¡Sí, soportaría las dificultades! Las mismas estaban garantizadas.
Pero no se quedaría sin los beneficios.
Aurora estaba enojada, sin razones, sin motivos; pues ahora, tendría razones y motivos. Él se haría merecedor del flagelo inevitable.
Desde aquel día algo, casi imperceptible, ocurrió: "la realidad" de Aurora se hizo realidad y, por supuesto, ella no lo notó.
Ahora Máxima, la mejor holandoargentina de aquella zona, al pasar hacia el tambo, con su imponente ubre rezumando leche, saluda a Toribio con una traviesa sonrisa y a Aurora con displicente satisfacción.
Toribio, resopla con fuerza, alzando y precipitando la cornamentada cabeza, mientras azota la tierra con sus poderosas pezuñas.
Aurora sigue en su rincón del corral, rumiando…, rumiando…, rumiando…

fin


“El que pueda entender, que entienda…”
(Ap 2, 7)

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